martes, 26 de junio de 2012

LA DESESPERACIÓN - ESPRONCEDA

Este poeta y revolucionario fue uno de los más grandes románticos españoles, el más popular del siglo XIX. Su vida integra la rebelión moral y la política, y su estilo se caracteriza por las imágenes arrebatadas y la permanente contradicción de dos estados anímicos: la exaltación y el desaliento.
Nació en Almendralejo (Badajoz), en 1808, pero se mudó pronto a Madrid y comenzó con notable aprovechamiento sus estudios, bajo la dirección del famoso don Alberto Lista.
A los quince años, el día en que fue ahorcado el general Riego, fundó una sociedad secreta, Los Numantinos, para vengar su muerte. Las actividades de los jóvenes conspiradores fueron descubiertas y ellos, condenados a cinco años de cárcel, que se redujeron a unas semanas en un convento de Guadalajara, donde Espronceda compuso el poema Pelayo.
Con dieciocho años se exilió voluntariamente a Lisboa , donde conoció a Teresa Mancha, a quien siguió hasta Londres. Tras un viaje a Holanda en 1828, se instaló en París, donde participó en la revolución de 1830, y entró en España con una expedición de revolucionarios, que fracasó. Fue desterrado y durante ese periodo compuso varias poesías y la tragedia Blanca de Borbón. Raptó a Teresa, a quien había vuelto a encontrar casada y con hijos, y marchó con ella a España (1833). Ella le inspiraría uno de sus poemas más hermosos: Canto a Teresa. Vivió la triple embriaguez romántica del amor, la libertad y la patria.
Al regresar, indultado, a España en 1833, tomó parte en otros pronunciamientos que le supusieron nuevas persecuciones. En un banquete pronunció un discurso satírico en verso, que hizo hablar a toda la corte, y fue desterrado a Cuéllar, donde compuso El Estudiante de Salamanca. Posteriormente inició una brillante carrera literaria, diplomática y política. Adquirió fama nacional a partir de 1836, cuando publicó La canción del pirata que, a pesar de su discutida deuda con Lord Byron, constituye el manifiesto lírico del romanticismo español con su intensa defensa de la libertad, la rebeldía religiosa, social y política. Ese poema y otros ya conocidos se recogieron en Poesías de don José de Espronceda, de 1840, donde junto a poemas que reflexionan filosóficamente sobre el destino humano, aparecen otros políticos y amorosos. Tras la muerte de Teresa (1839), realizó nuevas interpretaciones del amor, como ocurre en el famosísimo poema A Jarifa en una orgía, donde expresa desilusión, hastío, lamentación del placer perdido y rebelión contra la realidad de la vida, con un lirismo contenido que añade ritmos poéticos inéditos que anticipan la versificación modernista.
En 1842, el mismo año de su muerte ocurrida en Madrid, fue elegido diputado a Cortes por el Partido Progresista, donde dio muestras de una excelente formación política.

Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.

Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar,
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.

Me alegra ver la bomba
caer mansa del cielo,
e inmóvil en el suelo,
sin mecha al parecer,
y luego embravecida
que estalla y que se agita
y rayos mil vomita
y muertos por doquier.

Que el trueno me despierte
con su ronco estampido,
y al mundo adormecido
le haga estremecer,
que rayos cada instante
caigan sobre él sin cuento,
que se hunda el firmamento
me agrada mucho ver.

La llama de un incendio
que corra devorando
y muertos apilando
quisiera yo encender;
tostarse allí un anciano,
volverse todo tea,
y oír como chirrea
¡qué gusto!, ¡qué placer!

Me gusta una campiña
de nieve tapizada,
de flores despojada,
sin fruto, sin verdor,
ni pájaros que canten,
ni sol haya que alumbre
y sólo se vislumbre
la muerte en derredor.

Allá, en sombrío monte,
solar desmantelado,
me place en sumo grado
la luna al reflejar,
moverse las veletas
con áspero chirrido
igual al alarido
que anuncia el expirar.

Me gusta que al Averno
lleven a los mortales
y allí todos los males
les hagan padecer;
les abran las entrañas,
les rasguen los tendones,
rompan los corazones
sin de ayes caso hacer.

Insólita avenida
que inunda fértil vega,
de cumbre en cumbre llega,
y arrasa por doquier;
se lleva los ganados
y las vides sin pausa,
y estragos miles causa,
¡qué gusto!, ¡qué placer!

Las voces y las risas,
el juego, las botellas,
en torno de las bellas
alegres apurar;
y en sus lascivas bocas,
con voluptuoso halago,
un beso a cada trago
alegres estampar.

Romper después las copas,
los platos, las barajas,
y abiertas las navajas,
buscando el corazón;
oír luego los brindis
mezclados con quejidos
que lanzan los heridos
en llanto y confusión.

Me alegra oír al uno
pedir a voces vino,
mientras que su vecino
se cae en un rincón;
y que otros ya borrachos,
en trino desusado,
cantan al dios vendado
impúdica canción.

Me agradan las queridas
tendidas en los lechos,
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el cabello,
al aire el muslo bello...
¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!


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