Cuántos años nos conocíamos,
estuvimos hablando de miles de temas,
acompañándonos en el café
o en la cerveza,
y siendo tus ojos tan bellos,
tu mirada tan tierna,
los gestos en tus manos
como bailarina candela,
nunca te dije nada,
alguna pista de que me gustabas,
de que poco y mucho de ti
hervía en mis venas.
Aquella tarde, en el parque,
descansando de nuestras faenas,
una lección de botánica
y ecosistema,
enturbiaba otro instante
para que de otra forma me vieras.
Y pasaban los días y los meses,
y un par de años más,
y la mayor inocencia.
Y llegó el día, el mal día,
en que nos despedimos,
en el que nos despedían,
sin decirlo, aún sabiéndolo,
y aún así,
aún así, nuestras miradas huían.
Tantos besos en las mejillas,
a un centímetro de los labios
sucedían y caían.
No sé qué esperábamos,
quizás, quizás no, seguro,
que cayera algo así como un rayo.
Luego, meses después,
al teléfono nos hablamos,
eran como dos gritos desesperados
por un gentío que nos alejaba,
inevitablemente,
con pena y tristeza,
y casi nos los dijimos.
Me pareció sentirlo
al pulsar la tecla,
que sintiendo que te quería
te escuché como en susurro
al menos espero
que tú también me quieras.
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