que vivía
en silencio la noche,
que se
metía en el diván
con sus
muñecos y sus fantoches,
cuadriculaba
una hoja en blanco,
y quería
hacer garabatos,
rectángulos,
rombos, estancos,
y mil
centinelas de un gato,
soñaba con
una princesa
de ojos
azules y uñas largas,
vamos, una
princesa de esas
que cantan
por las mañanas,
que pasee
por un jardín
donde los
soles aparezcan de a cuatro,
aquel donde
la flor del jazmín
se vaya
cayendo despacio,
y que
cuando el joven chaval aparezca
se
sorprenda y salga corriendo
llamando a
los novecientos centinelas
que otros
cien van al gato siguiendo,
el gato, se
me olvidaba, sentia amor
por una
ninfa que en el agua flotaba,
todos los
días decía que la amaba
y
ochocientos centinelas decían que no,
la princesa
se acercó a los dos cientos
mientras
danzaba por la rama de un árbol
y el chaval
reptó con setecientos
gritándole,
nerviosos, ¡alto!,
el chaval
tituteaba, la princesa caía
con los
seis cientos centinelas
al estanque
y con la ninfa se unía
mientras el
gato lloraba su pena,
el chaval
confundido se dormía
mientras el
jardín se lo comía el gato,
sospechando
y lloró durante un rato
que a
ambas, el gato, se las comía.
Lo que yo
creo es que el chaval no sabía
si los
centinelas eran altos o chatos,
y que entre
sus dormileras por ratos
los contaba uno a uno y se dormía.
Deliciosamente encantador. Sabe a hogar, a niñez, a cosas bonitas, a mamá, a papá, al recreo... a inocencia.
ResponderEliminarUn beso.