¿No tuve yo alguna vez una juventud amable, heroica, fabulosa,
como para escribirla en hojas de oro? ¡Demasiada suerte! ¿Por qué crimen, por
qué error he merecido mi actual flaqueza? Vosotros, que pretendéis que las
bestias exhalen sollozos de pesar, que los enfermos desesperen, que los muertos
tengan pesadillas, tratad de relatar mi sueño y mi caída. Por mi parte, no puedo
explicarme mejor de lo que lo hace el mendigo con sus continuos Pater y
Aventaría. ¡Ya no sé hablar!
No obstante, hoy, creo haber terminado la narración de mi
infierno. Era de veras el infierno; el antiguo, aquel cuyas puertas abrió el
Hijo del Hombre. Desde el mismo desierto, en la misma noche, mis ojos cansados
se abren siempre a la estrella de plata, siempre, sin que se conmuevan los Reyes
de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¿ Cuándo iremos,
más allá de las playas y de los montes, a saludar el nacimiento del nuevo
trabajo, de la nueva sabiduría, la huída de los tiranos y de los demonios, el
fin de la superstición; a adorar -¡los primeros!- la Navidad sobre la
tierra?
¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos la vida.
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