Yo me había enamorado de todas
a través de ella.
Sucedió entre el final de un año
y el inicio de otro,
incluso era una coyuntura
de siglo y milenio.
Como digo, en aquel momento
me había enamorado de ella,
quizás como icono,
o como la primera que tenía más cerca.
No me importaba mucho
que estuviera jugando
con su novio o amigo
al pie del escenario.
Su sonrisa era casi extenuante.
Ella me sonrió, mejor dicho,
eso me imaginé.
Aunque la curva de su comisura
no delataba ningún presagio.
Pero que importaba eso corazón,
estabas donde tenías que estar exactamente,
como la mano del aguador en su copa,
o la de la dama vestida o no en su sexo.
O como la de Bonaparte
escrutando su chequera,
o la de Cristóbal señalando sus Indias,
y como el doble señalamiento
entre el dios y el hombre
en la Sixtina.
Me pareció igual de trascendental,
histórico,
como el récord imbatido, imbatible.
Demasiado alto el listón.
Demasiado bajo el atleta.
El preámbulo fue un paseo por la orilla del mar.
Porque allí estaba el mar, esta vez cercano
y tan apetecido como el deseo de José Hierro.
Yo no sabía entonces quien era Don José Hierro,
no hacía falta en aquel momento,
tiempo después descubrí que sí hacia falta.
De la misma forma que descubrí
que me hacía falta una de las manos, o dos,
de las muchas que presumen de acogedoras.
Sí, el mar estaba allí,
hoy lo re encuentro con su verde oliva de noche,
su amarillento musgo, su alga,
nalgas de agua, piedra arrojada por las nalgas de agua.
Quizás no fueron muchos metros,
pero sí los suficientes para lograr la lejanía
de unos ojos que no deseaban ya mirar.
La idea era tan simple que no podía funcionar,
empezaba un año que prometía cambiarlo todo,
un año tsunami que engullía la ciudad,
y el barrio pegado a la estación,
y la tienda de la prensa junto a la panadería,
y la panadería junto al bar,
y el bar junto al asistente médico
que me medía una semana sí y otra no,
en quincenas girantes con tonos de monotonía.
Entonces yo cojeaba
como deseando no llegar nunca a ningún sitio,
ni siquiera a Granada o Canarias,
porque saliendo de Córdoba
tuve la extraña sensación que me drogaron,
me inyectaron una pócima de letargo,
me largaron como a un perro sarnoso
que aún rebuscaba basura callejera,
que pedía cerveza como un acto desesperado,
mi mundo ha temblado.
Aún quedaban niños por escuchar,
promesas de hombres y mujeres
desinteresados por mis supuestos conocimientos.
Mi mundo está temblando,
no se templa, ni se contempla,
como un deseo aunque sea mal soñado.
Por eso vine a verte, Ángel mío,
ya que tu comisura me recordó un segundo,
breve como una radiación beta
en la solemne inmensidad del espacio
y del tiempo.
De esta forma, la ciudad se transforma
se amolda como una blanda gelatina,
que será, seguro, endurecida por las lágrimas,
más que de penas de impotencia,
o de prepotencia, no sé distinguirlas.
Mi mundo ha temblado.
Y lo sé,
y me duermo,
y resucito abordándolo.
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